Julio Tudela, investigador del Observatorio de Bioética de la Universidad Católica de Valencia y especialista en Bioética Personalista, habla en una entrevista concedida a Aleteia México y El Observador de la Actualidad, sobre temas clave de la actualidad bioética como la eutanasia y los cuidados paliativos. Además, aborda un controvertido tema: las implicaciones que conlleva la decisión de no vacunarse frente a la Covid-19.

 

¿Cómo definiría usted, en pocas palabras, el personalismo bioético?

Mejor, la Bioética Personalista, constituye una propuesta para el análisis y valoración ética de la actividad y los avances científicos relacionados con la vida humana o su entorno, que se fundamenta en una sólida argumentación antropológica, situando a la persona humana, su inalienable dignidad y derechos, en el centro del debate ético, por encima de cualquier otra consideración de orden práctico, económico o científico. Aporta al debate bioético -qué contribuye al bien y el progreso del ser humano y qué los dificulta o impide- la capacidad de discernir qué propuestas suponen un mejor bien para el individuo y cuales no, a diferencia de otras corrientes bioéticas en las que una jerarquización en la elección de las opciones disponibles se ve comprometida, precisamente por la ausencia de una antropología sólida de base.

¿Cómo sería posible convencer a los que se niegan a vacunarse desde la base del personalismo bioético?

El primer principio de los que definen la Bioética Personalista es la defensa de la vida física. En base a este principio, el que ocupa el primer lugar en la jerarquía de sus principios, y dadas las numerosas evidencias científicas bien contrastadas sobre la capacidad de las vacunas para la COVID-19 disponibles para reducir enormemente el riesgo de muerte o complicaciones graves de la enfermedad, si la vacuna está disponible, constituiría una violación de este principio, por omisión, el negarse a la vacunación arriesgando la propia vida en caso de contagio. El balance beneficio/riesgo de las vacunas autorizadas es claramente beneficioso y contribuyen, por tanto, de manera eficaz a reducir la mortalidad y morbilidad, así como las graves secuelas que pueden aparecer tras la enfermedad. Pero, además, otros principios de la Bioética Personalista, como el de Sociabilidad y Subsidiariedad y el de Libertad y Responsabilidad, sitúan las decisiones libres de las personas en un contexto de responsabilidad, es decir, supeditadas a sus posibles consecuencias tanto sobre el que toma las decisiones como sobre sus semejantes, que pueden llegar a sufrir algún tipo de daño como consecuencia de nuestras propias decisiones libres. Este es el caso de la vacuna contra la COVID-19: negarse a recibirla no solo pone en riesgo la propia vida y la salud, sino que sitúa a las demás personas con las que se puede entrar en contacto en un riesgo innecesario y evitable. Desde el Personalismo podemos afirmar que, dadas las evidencias científicas disponibles hoy, negarse a vacunarse constituye un acto irresponsable e insolidario. A los pacientes que me consultan sobre este tema siempre les respondo “no piense en usted para decidir si se vacuna o no, piense en aquellos que enfermarán o morirán porque usted pueda contagiarlos si no se vacuna”.

En su práctica clínica, ¿ha enfrentado usted personas que tengan reticencia a vacunarse? ¿Es posible convencerlas de vacunarse con cifras, testimonios, valores sociales, o resulta muy difícil hacerlas entender y va a ser necesaria una normativa como la de Macron en Francia?

El debate sobre la obligatoriedad de las vacunas permanece abierto y no existe consenso al respecto. El difícil equilibrio, sobre el que ya he hablado más arriba, entre la libertad individual y la responsabilidad solidaria hace que no nos sea lícito tomar cualquier decisión en el ejercicio de nuestra libertad, específicamente cuando nuestras decisiones pueden amenazar los derechos de los otros. Desde el análisis científico sosegado, los motivos para aceptar las vacunas son numerosos e incontestables. Las evidencias sobre su eficacia y seguridad se acumulan a medida que pasa el tiempo. Las personas bienintencionadas que se acercan sin prejuicios a estas evidencias podrán aceptar sin dificultad los numerosos beneficios que supone la vacunación. Pero tres son las grandes dificultades para lograr que la población acepte vacunarse: la primera es la ignorancia, el desconocimiento de las mencionadas evidencias, la segunda los prejuicios o posiciones adoptadas por criterios no científicos que hacen difícil abrirse a otras posibilidades, y en tercer lugar la contaminación informativa, es decir, la proliferación de informaciones erróneas, acientíficas e injustificadas que inducen a error a muchas de las personas que dudan y no acuden a fuentes confiables, sino a medios de difusión social muy influentes pero muy poco veraces. Ofrecer información científica rigurosa que incluya los datos sobre la eficacia de las vacunas y los posibles efectos desastrosos de la pandemia sobre aquellos que se niegan a vacunarse, constituye un deber del mundo científico, sanitario y político, además de tratar de desenmascarar las informaciones sesgadas o falsas sobre el tema.

¿Cómo –frente a la pandemia—se trasluce una “antropología defensora de la dignidad de la persona”? 

En primer lugar, esta pandemia ha puesto al descubierto lo mejor y lo peor de la naturaleza humana. Los actos de solidaridad y entrega, a veces heroica, de los que han servido a los enfermos desde múltiples ámbitos, o de aquellos investigadores que no han escatimado esfuerzos en encontrar remedios contra la enfermedad, son un exponente del valor de la vida humana y su inalienable dignidad, que merece que se dediquen para su protección todos los medios y esfuerzos posibles.

En segundo lugar, el drama de la escasez de los recursos para combatir la pandemia, ha mostrado la dramática necesidad de elegir y descartar a los pacientes cuando no existían respiradores o camas disponibles en los hospitales. La necesidad de atender a todos por igual, independientemente de su edad o estado de salud, ha sido defendida por muchos de los que, desde una antropología cierta, reconocen como dignas a todas las personas, sin importar sus condiciones particulares.

Pero, en tercer lugar, también hemos asistido a agresiones a la dignidad personal en las situaciones en las que los enfermos han sido abandonados en su soledad o descartados innecesariamente, o cuando los países ricos han acumulado recursos sanitarios en perjuicio de los países más pobres, en los que la pandemia se extiende sin control con tasas inaceptables de mortalidad y dramática carencia de recursos.

Frente a estas actitudes, deben promoverse los gestos de solidaridad entre naciones destinados a compartir los recursos, pero también entre los individuos, que reconociendo en cada individuo por débil y dependiente que sea, un ser personal único y digno, dedican sus cuidados y esfuerzos a su bien, no solo físico sino también psíquico y espiritual, tal como reconoce el Personalismo que entiende a la persona como un ser complejo llamado al equilibrio en sus dimensiones; ésta es la antropología cierta.

Usted ha estado en contra de la “legalización” de la eutanasia, tanto en España como en Europa, desde una postura eminentemente católica. Sin embargo, hay muchos católicos que—seguramente los ha escuchado—piden a Dios la muerte de un ser querido que sufre o se encuentra en estado terminal… ¿Hay en este gesto una especie de eutanasia encubierta con buenos sentimientos? ¿No “inspira” a los hospitales seculares a cumplir ese deseo”?  

En absoluto. La eutanasia y el suicidio asistido entrañan la existencia de un acto deliberado, directamente dirigido a provocar la muerte de un ser humano. Las personas que practican la eutanasia deciden terminar con la vida de otros porque no las considera dignas. Esto constituye una extralimitación intolerable de la potestad de un ser humano que, en ningún caso -salvo en defensa propia- puede legitimar el terminar con la vida de otro. Otra cosa muy distinta es desear la muerte. El deseo de muerte anticipada puede deberse a múltiples causas, desde estados depresivos, estados de desesperación o miedo al sufrimiento, a otras de naturaleza más trascendente, como gozar de la vida eterna como un bien superior, tal como han manifestado muchos santos.

La persona que desea morir puede manifestar este deseo, pero sin inferirse de ello que está solicitando que se le mate o se le asista para el suicidio. Es esta decisión de realizar un acto dirigido contra la propia vida lo que resulta inaceptable éticamente, y no solo desde una posición religiosa sino desde posiciones antropológicas bien fundamentadas. Pero el deseo de morir, si no se transforma en la decisión de obrar contra la propia vida, no constituye en sí mismo un acto condenable éticamente. Si la causa es una patología psíquica o física, o un profundo miedo a sufrir, lejos de terminar con la vida del que manifiesta este deseo anticipado de muerte, lo que debería hacerse en todo caso es aplicarle los cuidados que necesita, tratar su depresión o angustia o aplicar medios adecuados para paliar sus sufrimientos.

El caso de las personas que desean morir por un motivo trascendente, aspirando a una vida mejor, en ningún caso deberían promover acciones dirigidas a precipitar la muerte, sino que esperan que Aquel con el que ansían encontrarse, decida el momento y el modo en el que deben abandonar esta vida terrenal. Al fin, Dios es el creador de la vida y el único que tiene potestad sobre ella, su inicio y su fin.