Cuando se requieren demasiadas siglas, se evidencia una de estas dos situaciones: o bien la dificultad de englobar realidades demasiado heterogéneas en un único colectivo, o, tal vez, el error de intentar pluralizar aquello que, en el fondo, no es tan diverso. Esta es la conclusión que cabe extraer del artículo que, con motivo de la llamada “Manifestación del Orgullo”, Fernando A. Navarro ha firmado recientemente en Diario Médico, bajo el sugerente título: “Siglas que se alargan: LGTBI”.
Navarro muestra cómo, en sus inicios, esta manifestación era privativa de la llamada gay community, que englobaba a la comunidad homosexual en su conjunto. Sin embargo, hacia mediados de los años ochenta del pasado siglo comenzaron a usarse las siglas LGB para distinguir, en el colectivo que protagonizaba las protestas, las mujeres lesbianas, de los varones gais y las personas bisexuales.
En cualquier caso, lo importante es que, en sus inicios, el colectivo protagonista de este evento mostraba con orgullo su orientación sexual, esto es, su inclinación a mantener relaciones afectivas y sexuales con personas de su mismo sexo o de ambos sexos sin distinción. Pero la denominación LGB no incluía a las personas con “identidades de género divergente”, esto es: a aquellas personas que no se sienten identificadas con el sexo biológico expresado en su patrimonio cromosómico y gonadal, con independencia de cuál fuera su orientación sexual. De ahí que, pocos años más tarde, el colectivo pasase a denominarse LGBT, para incluir a las personas transexuales.
La inclusión de esta T en la sigla no fue, sin embargo, un paso sencillo. Antes bien, suscitó tensos debates en torno a la necesidad de distinguir, con una segunda “T”, entre personas transexuales y personas “transgénero”. La diferencia entre ambas estriba en que las primeras reclaman intervenciones quirúrgicas y terapias hormonales adecuar su aspecto físico a la identidad sentida, mientras las segundas no. Les basta con la aceptación social y el reconocimiento en los documentos de identidad del sexo con el que se sienten identificados. El conflicto se extendió todavía más cuando se quiso añadir una tercera “T” parar representar a los travestis, esto es, a las personas que sienten la necesidad de expresarse socialmente conforme a los parámetros estéticos y culturales, especialmente la indumentaria, de las personas del sexo biológico contrario. De haberse impuesto este criterio, el colectivo habría pasado a denominarse LGBTTT.
Pese que finalmente se optó por una sola T para significar “trans” incluyendo a transexuales, transgénero y travestis, los debates se enconaron en torno al orden en que debían escribirse las cuatro letras: LGBT, LGTB, GLBT, GLTB, LTGB…. Además, y fuere como fuere, estas siglas continuaban aceptando, como normativa, la existencia de dos sexos. Así, representaban a los varones que se sienten atraídos por varones; a las mujeres a las que les atraen otras mujeres; a los varones y mujeres que se sienten inclinados a mantener relaciones sexuales con personas de cualquier sexo; a los varones que se sienten mujeres y a las mujeres que se sienten varones; o a los varones y mujeres que se visten y comportan como personas del sexo contrario. Pero no incluían a las personas intersexuales (cuyos genitales son ambiguos, duplicados o poco definidos como resultado de una anomalía genética) y tampoco a las personas asexuales, esto es, a las que no se sienten identificadas con ninguno de los dos sexos. Por eso el colectivo amplió sus siglas hasta conformarlas como LGTBI y, más tarde, como LGTBIA. Todo ello sin que los representantes de colectivos transgénero y travesti dejaran de reclamar su reconocimiento con la inclusión de sus dos “T” para conformar las siglas LGBTTTIA.
El alfabeto, ironiza el autor, comenzaba a quedarse pequeño. Especialmente cuando las siglas, para conformar un colectivo verdaderamente “inclusivo”, debían representar, también, las realidades de las personas polisexuales, pansexuales y omnisexuales. O, todavía más, cuando debían reconocer otras orientaciones sexuales tales como el poliamor, el fetichismo, o las subculturas dentro de la comunidad homosexual masculina. Una complicación que intentó solventarse con la aceptación del término queer (raro) para englobar todas estas orientaciones e identidades. La sigla se amplió así, hasta LGTBIQA, o LGTBIQA+. También se propuso utilizar el signo de interrogación o una segunda Q que represente a los questioning, esto es, a quienes todavía se cuestionan su identidad sin haber llegado a una respuesta definitiva. Así, la literatura sobre el tema ha llegado a recoger siglas como LGBTTTQQIAPP (Lesbian, gay, bisexual, transexual, transgender, transvestite, queer, questioning, intersex, asexual, pansexual y polyamorous). Hay, incluso, literatura que incluye una segunda A (ally), para referirse a los aliados de la causa de estos colectivos.
El autor finaliza su artículo ironizando sobre la posibilidad de encontrar personas muy ofendidas porque esta sigla no recoge su “genuina, peculiar, privativa e intrínseca identidad sexual”.
Por nuestra parte se podría añadir una pequeña reflexión, sobre si esta extensión de las siglas implica un hiperindividualismo subjetivista insostenible. O, también, sobre la condena al fracaso de un colectivo tan inclusivo que olvida que las necesidades de los intersexuales no tienen nada que ver con las de las personas homosexuales, ni con las de las personas transexuales ni, por supuesto, con las de las personas queer con sus particulares rarezas.
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