Las terapias génicas son seguramente los fármacos más complejos de la historia. Tras una fase artesanal de prueba y error, encaran una etapa más prometedora no exenta de riesgos.

Hace 45 años, Theodore Friedmann, de la Universidad de California en San Diego, describió proféticamente en Science el potencial y los desafíos de la terapia génica para tratar trastornos monogénicos hereditarios. Se planteó entonces la hipótesis de que, a diferencia de los medicamentos clásicos, la introducción del gen correcto permitiría la producción sostenida de proteínas endógenas. Los avances genéticos y el desarrollo de vectores de administración de genes como retrovirus de replicación defectuosa y virus adenoasociados (AAV), junto con resultados alentadores en modelos preclínicos, condujeron a varios ensayos a principios de la década de 1990. Desafortunadamente, estos ensayos iniciales expusieron serias toxicidades, como respuestas inflamatorias y tumores malignos causados por la activación de protooncogenes al insertar esos vectores. Una segunda oleada de ensayos de transferencia de genes a finales de los 90 y principios de la década de 2000 levantaron nuevas esperanzas, pero enseguida se toparon con genotoxicidad, destrucción inmune de células modificadas genéticamente y reacciones inmunes relacionadas con los vectores. Estos reveses propiciaron una investigación más intensa en virología, inmunología, biología celular y desarrollo de modelos. En la última década, las mejoras en seguridad, eficacia y administración génica han dado lugar a un progreso clínico sustancial y a los primeros medicamentos aprobados: células quiméricas receptoras de antígenos (CAR) para neoplasias de células B y vectores AAV para ceguera congénita.

Según una revisión en Science del 12 de enero, encabezada por Cynthia E. Dunbar, del Instituto Nacional de Sangre, Pulmón y Corazón de Estados Unidos, los vectores retrovirales fueron la primera herramienta para transferir genes en linfocitos T. Hoy, los lentivirales, más capaces, son de elección para la mayoría de las aplicaciones de las células madre hematopoyéticas en inmunodeficiencias, hemoglobinopatías y trastornos metabólicos, aunque los retrovirales gamma conservan ciertas aplicaciones. Los vectores virales adenoasociados no pueden empaquetar mucho ADN, pero son más estables y flexibles; se están usando para transportar el factor IX en hemofilia B y no hace mucho para el VIII en hemofilia A, así como para ceguera hereditaria causada por mutaciones en el gen RPE65. Y hay ensayos para otras formas heredadas de ceguera como la acromatopsia, la coroideremia, la neuropatía óptica de Leber, y la retinosquisis y la retinosis pigmentaria ligadas a X. Los AAV se ensayan asimismo en Parkinson (la enzima que convierte la l-dopa en dopamina, la que modula la producción del neurotransmisor GABA y el factor neurotrófico neurturina), y en atrofia muscular espinal para la que se emplea nusinersen, un oligonucleótido antisentido contra la mutación en el gen SMN1.

Los primeros estudios de edición del genoma se basaron en las nucleasas de dedos de zinc. La demostración en 2009 de que el dominio de unión a ADN de proteínas bacterianas conocido como efector tipo activador de la transcripción, podía alterarse fácilmente, abrió la puerta a las nucleasas TALE (TALEN), que dividen cualquier secuencia. Sin embargo, los enfoques TALEN requieren el diseño de un par específico de nucleasas para cada nuevo objetivo de ADN.

 

El panorama cambió en 2012 con el descubrimiento por Jennifer Doudna y Emmanuelle Charpentier, precedidas por el español Francisco Martínez Mojica, del sistema de defensa bacteriano compuesto de grupos de repeticiones palindrómicas cortas en intervalos regulares (CRISPR) que escinde el ADN con gran facilidad. La tecnología CRISPR-Cas9 se ha extendido rápidamente en investigación básica.

Los enfoques de edición genética ofrecen un bisturí preciso para corregir o alterar el genoma y pueden superar muchos inconvenientes de las estrategias basadas en la inserción genómica semialeatoria mediada por vectores virales, como la genotoxicidad, la eliminación de genes supresores de tumores o perturbaciones imprevistas. Con la técnica de dedos de zinc, la FDA ya ha aprobado tres ensayos clínicos para la inserción de genes en el locus de la albúmina de los hepatocitos, para el factor IX en hemofilia B y para genes defectuosos en mucopolisacaridosis I y II. Y al menos nueve ensayos con CRISPR-Cas han sido aprobados en China, principalmente para eliminar la expresión de PD1 en células T dirigidas contra tumores.

Otra herramienta novedosa son las células T diseñadas para expresar receptores de antígenos quiméricos específicos. El antígeno CD19 es en la actualidad el objetivo más común de las T-CAR. Se han obtenido respuestas duraderas en pacientes con linfoma difuso de células B, leucemia linfocítica crónica y leucemia linfoblástica aguda, aunque se han visto en algunos casos toxicidades sistémicas graves. Aun así, se estudia expandir la terapia CAR a neoplasias malignas mieloides y tumores sólidos. Son técnicas, estas últimas, poco domesticadas en comparación con las terapias de adición de genes, que tampoco se acaban de dominar.

La confluencia creciente de los sectores biotecnológico y farmacéutico en este ámbito es signo de su mayor maduración. Quedan sin embargo muchos desafíos para prevenir la genotoxicidad y la respuesta inmune, mejorar la transferencia y superar obstáculos de fabricación y regulación. Asimismo, se debe alcanzar un consenso social sobre la ética de la edición del genoma germinal, un problema ya más real que hipotético. En 2015, científicos chinos publicaron los resultados de experimentos con CRISPR-Cas9 para intentar modificar el gen de la hemoglobina en embriones humanos no viables; observaron una baja eficacia y frecuentes mutaciones alejadas del objetivo. En Estados Unidos no hay fondos federales para investigar en la línea germinal, y existen restricciones similares en muchos países.

Finalmente, gobiernos, científicos, médicos y las compañías de terapia génica deberán trabajar juntos para diseñar nuevos modelos de financiación que faciliten estas terapias costosas, pero potencialmente curativas. Los 850.000 dólares que cuesta la terapia para la ceguera hereditaria causada por mutaciones en el gen RPE65 (Luxturna, de Spark Therapeutics, prevista para el próximo marzo), al igual que los 475.000 de la terapia T-CAR de Novartis para una forma agresiva de leucemia linfoblástica aguda infantil, han enconado el debate sobre los precios abusivos de estas innovaciones, aunque atemperado en parte por fórmulas como la de «si no funciona, no paga».

(José Ramón Zárate. Diario Médico 22 al 28 de enero 2018)

 

*Ver artículo «La edición genética hoy. Su valoración bioética».

 

 

*Foto: Redacción médica.