La ética mínima es una extensión del contractualismo y parte, por tanto, de su mismo presupuesto: la imposibilidad de establecer principios éticos con validez universal, obliga a las comunidades políticas a «refugiarse»[1] en el logro de acuerdos que versen sobre los mínimos éticos que garantizan la paz social. Por su carácter estratégico, permite que el interés general no se resienta frente a las cuestiones de conciencia, pues a la idea del consenso le correspondería la idea de la legitimidad de la ley y la obediencia voluntaria o, en su defecto, de la coerción necesaria. La ética mínima, en definitiva, apela al primado de la praxis en el sentido más utilitarista del término.

En tanto que contractualista, cabe buscar su fuente en la filosofía liberal-empirista y en la tradición hobbesiana, así como en la teoría de la acción deliberativa de Jürgen Habermas. Por su raíz hobbesiana, sitúa el marco de lo moral en el contexto del orden político y social. Sólo la vida política permite superar la «falacia» de la sindéresis (la capacidad natural del hombre para juzgar rectamente), sustituyéndola por la exigencia de la paz, fuente del mayor bienestar al que podemos aspirar[2].  Por su raíz empirista, la ética mínima limita la eticidad de los actos a su aprobación o desaprobación por parte de la sociedad, convirtiendo a la ética en una suerte de estrategia de corte consecuencialista y emotivista. Consecuencialista, porque lo común a los hechos que nos producen agrado es su utilidad. Emotivista, porque el agrado o el desagrado que sentimos ante determinadas acciones depende más de los sentimientos que de una reflexión racional.

La herramienta propia de la ética mínima es el consenso, que exige de sus interlocutores un a priori ético irrenunciable: la aquiescencia con la validez intersubjetiva de la norma que obliga a mantener los acuerdos alcanzados. Debe considerarse, sin embargo, que un consenso semejante sólo es posible en un contexto de total abundancia[3]. Además, el discurso nunca está totalmente libre de dominio, pues el debate siempre privilegia a los intelectuales que se expresan con mayor claridad[4].

Es cierto que el consenso al que apela la ética mínima no es meramente fáctico, sino eminentemente racional. Comprende, por tanto, los intereses de todos los afectados por la norma pactada y no sólo los de quienes participan en el discurso. Sin embargo, en tanto que discursiva, la ética mínima sólo incluye entre los afectados a los seres capaces de comunicación. Estos «deben ser  reconocidos  como  personas  porque  son  interlocutores  de  discusiones  virtuales  en  todas  sus acciones  y  expresiones,  y  no  puede  negarse  la  justificación  ilimitada  del  pensamiento  a  ningún interlocutor y a ninguna de sus virtuales aportaciones a la discusión»[5]. Ahora bien: algunos seres humanos, como los anencefálicos, los comatosos persistentes y los embriones humanos no tienen la capacidad de comunicarse, mientras algunos individuos no humanos sí la tienen.

Para salvar esta dificultad, la ética mínima apela al reconocimiento de la dignidad personal como mínimo inexcusable para la moralización del derecho y la convivencia democrática. Pero esta apelación resulta controvertida cuando existen ideologías que consideran al Estado por encima de los individuos. Pero, sobre todo, cuando al no consentir una fundamentación de la dignidad humana que se imponga por sí misma, banaliza y reduce el propio concepto de dignidad haciendo transitar la capacidad legisladora de la voluntad hasta el simple ejercicio de la autodeterminación. Esta reelaboración del principio inmanentista kantiano excluye a algunos seres humanos –los discapacitados psíquicos e inconscientes incapaces de comunicarse- del estatuto personal, reduciéndolos a meros «titulares sociales de significación» en la medida en que no poseerían derechos propios, sino sólo derivados en función de su relevancia social y los intereses de su entorno.

La dinámica del consenso exige, por lo demás, conversión de las convicciones fundamentales en meras hipótesis disponibles, revocando el derecho a tener convicciones propias que permitan considerar erradas las convicciones de los demás[6] y recayendo en una suerte de totalitarismo que se hace patente, de modo particular, en el imperativo contemporáneo que limita la libertad para expresar en público las creencias “políticamente incorrectas”. Olvida, así, que en un Estado de derecho el poder coercitivo de la ley no exige la aquiescencia con las valoraciones que la fundan. Cuando la ética deviene en sólo pacto, las sociedades devienen reinos de la hipótesis, agregados humanos en los que las creencias religiosas y las propias relaciones personales –que por su naturaleza son irremplazables por una realidad equivalente– resultan incomprensibles en el contexto público[7].

En este sentido, los consensos acordados no tienen autoridad moral por el mero hecho de representar la voluntad privada de la mayoría, salvo que se cumplan estas condiciones: a) que la verdad no se pueda demostrar con contenidos racionales; b) que la mayoría se imponga sólo en aquellas sociedades que, por razón de su homogeneidad, permitan a todos sus miembros la oportunidad de experimentar su opinión como mayoritaria[8]. Para que el consenso fuera verdaderamente racional, no debería reproducir la desigual distribución de oportunidades que se da en la vida real. La fijación del principio axial del orden político en el consenso presupone, de hecho, una «igualdad» que difícilmente se da entre los miembros de la comunidad política. Además, los interlocutores deberían acreditar la competencia moral e intelectual necesaria para participar en el discurso[9].

«Consenso universal» y «base amplia de consenso» no son, por lo demás, una misma cosa. De hecho, la mayoría sólo sustituye a la totalidad ejerciendo un poder despótico que consiste en identificar la «voluntad privada» de la mayoría con la voluntad suprema y el interés general. Además, no son pocas las ocasiones en las que los consensos son contrarios a la razón y se vuelven contra las mismas mayorías que los adoptaron, como demuestra la historia de aquellos pueblos que apoyaron masivamente a los totalitarismos que limitaron sus libertades.

Otro de los aspectos controvertidos de la ética mínima reside en la extrapolación de las bondades del consenso político al ámbito de lo moral, especialmente en lo que se refiere a la vida orgánica, la sexualidad y las cuestiones étnicas y religiosas. Apelar a los mínimos en estas cuestiones desliza a la ética por un «plano inclinado» y la convierte en una suerte de «ética a la baja», depositaria de una visión pesimista del ser humano. Éste, obraría movido por su propio interés bienestarista desdeñando toda consideración a los máximos de felicidad y sentido.

La ética mínima corre el riesgo, en definitiva, de convertirse en una «teoría de la convivencia (o de la conveniencia)» que no estaría al servicio de la excelencia sino al de la mera supervivencia; una ética que recaería, por consiguiente, en el reduccionismo naturalista descrito por Jean Rostand[10] y en el funcionalismo de la conservación; una ética que se erigiría sobre los pilares de una antropología que desconsidera al hombre como imagen del Absoluto y lo reduce a su función medial como entorno, ventaja o provecho. Para las éticas contractualistas en general –y para la ética de mínimos en particular- lo propio del hombre no sería el amor, sino la desconfianza recíproca y el conflicto. De ahí que el obrar moral –e incluso el propio hombre moral- deba ser «lo que se acuerde» en sociedad. Un hombre y un comportamiento convenientemente pactado al servicio de una paz social que, de otra manera, devendría imposible.

Por todo lo dicho, se podría decir que la ética de mínimos no penetra el «lado interior» de la experiencia humana. Antes bien, anula la distinción que todos hacemos cotidianamente entre aquello a lo que Aristóteles llamó zen y aquello a lo que llamó eu zen[11]; la distinción entre «vida» y «vida buena»[12]. Porque, aun concediendo que los estados subjetivos surgen de la necesidad de sobrevivir, continúan existiendo cuando este objetivo se alcanza. Por más que la vida aspira a conservarse a sí misma, su forma interna no es una función al servicio de este objetivo[13].

Otra cuestión a considerar es la siguiente: cuando, apelando al pluralismo, la ética mínima afirma que la imposición de un código moral supondría un atentado contra el quicio del sistema democrático y equipara «lo pactado» con «lo moral», abre una brecha insalvable entre la moral pública y la moral privada. La primera, representaría la corrección política y sería gregaria de la conciencia epocal. La segunda, devendría irrelevante para la toma de decisiones colectivas.

Está, por último, el hecho de que la ética mínima deviene mero procedimentalismo cuando el objeto del consenso no son los contenidos morales en sí mismos -sobre los que caben puntos de vista diferentes o incluso contrarios- sino la facultad del legislador para imponer las normas. A este respecto, debemos preguntarnos si la eticidad de la norma puede depender de procedimientos jurídicos generados democráticamente o si, más bien, reclama convicciones éticas y pre-políticas que aseguren cognitivamente los fundamentos que la legitiman[14]. Como señala Alejandro Llano, los principios políticos y la legalidad son una base poco firme para construir sobre ellos una colectividad duradera. No cabe una interpretación «puramente procedimental» de la verdad y del bien, que se resigne a la moral del buen funcionamiento y renuncie a la indagación dialógica sobre los contenidos de la vida buena[15].

Conclusiones.

  1. La ética de mínimos presupone la inexistencia de principios éticos con validez universal. De ahí que se conforme con en el logro de un consenso sobre los mínimos éticos que garanticen la convivencia pacífica, recayendo en el procedimentalismo.
  2. En cuanto a sus fuentes, es deudora del contractualismo, de la ética hobbesiana, del empirismo y del consecuencialismo.
  3. A su vez, es depositaria de una visión pesimista del ser humano, cuyo obrar moral se guiaría sólo por su propio interés bienestarista.
  4. La ética de mínimos se enfrenta a una contradicción insalvable: al tiempo que establece la dignidad de la persona y sus derechos fundamentales como mínimo ético, niega que exista una convicción fundamental respecto a la dignidad y los derechos que se imponga por sí misma. De este modo deviene inconsecuente, pues en cualquier momento, y como resultado de un pacto de conveniencia, algunos seres humanos podrían ser excluidos del estatuto personal y ver revocados sus derechos fundamentales.
  5. La ética de mínimos abre una brecha entre la ética privada y la ética pública y, de este modo, se convierte en una suerte de estrategia al servicio de la voluntad privada de las mayorías.

 

 

Enrique Burguete

Observatorio de Bioética

Instituto de Ciencias de la Vida

Universidad Católica de Valencia

 

 

[1] Adela Cortina confiesa, textualmente: «haberse refugiado humildemente en una ética de mínimos» (Cortina, A. Ética mínima. Introducción a la Filosofía Práctica. [Prólogo de J. L. L. Aranguren] Tecnos:Madrid, 139)

[2] Cfr. Hobbes, De Cive I, C.I., § 738.

[3] Cfr. Spaemann, R. (1972). Die utopie der Herrschaftsfreiheit. Merkur , n. 292, pp. 735-752. Recuperado de: https://volltext.merkur-zeitschrift.de/preview/5536043a546f88a5268c896d/mr_1972_08_0735-0752_0735_01.pdf.

[4] Cfr. Spaemann, Felicidad y benevolencia. (J. L. Del Barco, Trad.). Madrid: Rialp, 204.

[5] Apel, K.O. Transformaition der Philosophie. Frankfurt, 1973, Bd. 2, p. 400. Hay traducción al castellano de A. Cortina, J. Conill y J. Chamorro, Madrid, 1985, p. 380-1.

[6] Spaemann, R., & Llano, A. (2004). Europa: ¿Comunidad de valores u ordenamiento jurídico? / El carácter relacional de los valores cívicos. Madrid: Fundación Iberdrola, p. 15.

[7] Cfr. Spaemann, R. (1993). La resaca del relativismo. (J. Antúnez entrevistador). Aceprensa, n. 149 (93).

[8] Cfr. Spaemann, R. Las intervenciones técnicas sobre la naturaleza como problema de la Ética política. En R. Spaemann, (2003). Límites. Acerca de la dimensión ética del actuar (pp. 429-444). Madrid: Ediciones Internacionales Universitarias, (432.)

[9] Cfr. Spaemann, Felicidad y benevolencia. (J. L. Del Barco, Trad.). Madrid: Rialp, 202-203.

[10] Rostand afirmaba que la naturaleza no es aristocrática ni consagra la eminencia. Vivir es un examen de viabilidad, no de excelencia, y la selección natural no pretende llevar a la especie a un nivel superior, sino tan sólo impedir que se pierda. De ahí que, democráticamente, mantenga la honesta media.

[11] De anima 434b, 21

[12] Spaemann, R. (2000). Personas. Acerca de la distinción entre «algo» y «alguien». (J. L. Del Barco, Trad.). Pamplona: Eunsa.2000, p. 193

[13] Spaemann, R. (1991). Felicidad y benevolencia. (J. L. Del Barco, Trad.). Madrid: Rialp,.86

[14] Habermas, J., & Ratzinger, J. (2004). Las bases morales prepolíticas del estado liberal. Tarde de discusión. Munich: Academia Católica de Baviera. Recuperado de: http://www.uca.edu.ar/uca/common/grupo57/files/las_bases_morales_prepoliticas.pdf el 12 de junio de 2014.

[15] Llano, A. (1999). Humanismo cívico. Barcelona: Ariel, p. 37.