«En mi década de enseñanza de la bioética en la Universidad de Columbia -escribe John Loike en Scientific American- siempre he abogado por la aplicación de cinco directrices tradicionales para evaluar la ética de la biotecnología: beneficencia, no maleficencia, justicia, autonomía y respeto a la dignidad humana. Pero, flotando en el fondo de mi mente, hay otra directriz: el factor repugnancia».
Originalmente acuñado por Arthur Caplan, fue popularizado por Leon Kass en 1997 cuando describió su posición contra la clonación de seres humanos. Kass define este factor bioético como una respuesta intuitiva ante una nueva biotecnología. Ejemplo extremo: células madre utilizadas para crear hamburguesas de carne humana clonada. No hay tal cosa, tranquiliza Loike, pero sí experimentos con carne de vacuno clonada, como el del profesor Mark Post, de la Universidad holandesa de Maastricht, que en 2013 presentó la primera hamburguesa con células clonadas de ternera a un coste de 350.000 dólares los 140 gramos (los catadores dijeron que estaba un poco seca, seguramente por falta de células de grasa). Entusiasmado, Post creó la empresa Mosa Meat a la que pronto le surgieron competidores como Modern Meadow y Memphis Meats. Esta última startup presentó hace poco la primera albóndiga de carne sintética, con un coste de mil dólares. Tanto Post como Uma Valeti, el cardiólogo que dirige Memphis Meats, aseguran que en menos de cinco años sus productos estarán en la calle a precios competitivos; ya hay incluso un libro de cocina con 45 recetas para estos filetes clonados.
El factor rechazo automático también aparece ante otros artificios que violentan la naturaleza y causan cierta perplejidad: desde los bebés de diseño a la destrucción de embriones en los procesos de reproducción asistida o las quimeras de humanos y animales: células madre humanas trasplantadas en fetos de animales para generar órganos humanos como cartílagos, anticuerpos, neuronas o gametos. Aunque pocos dudan hoy del valor de dichos modelos animales, la mayoría no aprueba el uso de gametos humanos cultivados en ratones como fuente para generar embriones humanos.
Cuando apareció el informe de la clonación de Dolly, en 1997, hubo, y sigue habiendo, un considerable rechazo ético y legal en la aplicación de esta tecnología al ser humano. Una encuesta de la consultora Gallup de este año revelaba que sólo al 13 por ciento de los estadounidenses les parece moralmente aceptable clonar seres humanos, en especial con fines terapéuticos. Loike razona que cualquier nueva tecnología que presenta un beneficio médico tiene alta probabilidad de acabar siendo aceptada, incluso si inicialmente provoca repugnancia ética o gustativa. Así está ocurriendo, ejemplifica, con los trasplantes fecales, que se propusieron para curar las infecciones por C. difficile. Junto a razones sustentadas por convicciones religiosas, ideológicas o científicas, hay sin embargo límites infranqueables: «A diferencia de las hamburguesas bovinas sintéticas, clonar células humanas para el consumo viola la ética elemental, enraizada en sentimientos morales intuitivos» (José Ramón Zarate. Diario Medico, 10/16-X-2016).
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