Resulta todo un desafío saber cuándo deja de funcionar el cerebro debido a un daño irreversible y cuándo la muerte es todavía reversible.
Los estados vegetativos, ahora llamados más pulcramente de vigilia sin respuesta, plantean sin duda algunos de los dilemas bioéticos más sensibles e intrincados. Basta recordar los nombres de Terry Schiavo en Estados Unidos o Eluana Englaro en Italia, con sus disputas médicas, familiares y judiciales. Los avances técnicos, desde los pulmones de acero a los sistemas artificiales de ventilación y asistencia cardiaca, junto con la nutrición parenteral y el diagnóstico por imagen, han salvado muchas vidas, pero también han generado conflictos éticos inexistentes hace medio siglo.
Durante milenios la definición de la muerte ha sido sencilla y directa: cuando el corazón se paraba, la persona estaba muerta; cesaba el latido cardiaco o la respiración, lo que provocaba el fin de las funciones cerebrales. Los modernos esfuerzos resucitadores han dado lugar a un colectivo de pacientes en estado vegetativo persistente, un trastorno mental grave en el que pervive una consciencia residual y la persona sigue viviendo biológicamente.
Los estudios disponibles coinciden en que una cuarta parte de pacientes en estado vegetativo agudo cuando ingresan en el hospital tienen una buena oportunidad de recuperar una proporción significativa de sus facultades, y hasta la mitad recobrará algún nivel de conciencia. Las imágenes de resonancia y PET han comprobado también que alrededor del 30-40 por ciento de estos pacientes se diagnostican erróneamente como en un estado vegetativo, cuando, de hecho, se encontrarían en un estado de mínima consciencia.
Esas correcciones y algunos despertares espontáneos o por acción farmacológica han originado nuevos debates sobre los estándares de atención, las normativas legales y las investigaciones neurológicas. Las clasificaciones, escalas y protocolos han ido afinándose en los últimos años, pero persisten notables diferencias de criterios.
Las presiones eutanásicas de algunos países, el cansancio de las familias cuidadoras y las lógicas prisas por conseguir órganos, siempre escasos, para los trasplantes podrían en ciertos casos acabar con vidas recuperables, cuyos cerebros aparentemente muertos pueden despertar al cabo de varios días, como ha ocurrido con algunos casos de hipotermia acelerada. Que el cerebro deje de funcionar no implica con los conocimientos actuales que la muerte sea irreversible. Ciertos fármacos anestésicos, por ejemplo, detienen la actividad cerebral en dosis altas.
Resulta por tanto todo un desafío saber cuándo deja de funcionar el cerebro debido a un daño irreversible y cuándo la muerte es todavía reversible, tal y como indica Sam Parnia, intensivista del Weill Cornell Medical Center y director del proyecto Aware, que lleva años recopilando esos casos fronterizos en que la muerte y la vida juegan una misteriosa partida de supervivencia. «¿En qué momento exacto se convierte la muerte en una realidad absoluta? En realidad, no lo sabemos -responde Parmia- y sea cual sea el momento que elijamos, será arbitrario, así que es muy posible que tengamos que redefinirlo de nuevo en el futuro teniendo en cuenta los avances en nuestra capacidad para resucitar a la gente» (Diario Médico. Editorial 24/30 octubre de 2016).
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Ceritamente,
Tal y como escribe el MD Jacek M. Norkowski OP en su libro «Sólo se muere una vez» «el que un cerebro se encuentre inactivo, no significa que está muerto» Simplemente está enfermo y necesita ser tratado, como cualquier otro órgano cuando enferma.