Philip Nitschke, fundador de Exit International e incansable apologista de la eutanasia, ha sido suspendido por la Asociación Médica Australiana, tras verse involucrado en el suicidio asistido de un varón de 45 años, sin enfermedad terminal, pero con un «gran sufrimiento vital». La actitud ambigua de Nitschke ha sido incluso criticada por otros defensores australianos de la eutanasia, más ceñidos a sufrimientos físicos que mentales. Sin embargo, como comentaba en Diario Médico, la última semana de noviembre, Etienne Montero, director del Instituto Europeo de Bioética, «una vez admitida la eutanasia resulta imposible mantener una interpretación estricta de los requisitos legales e impedir que se vayan ampliando cada vez más los supuestos iniciales».
Así, recordaba que Holanda y Bélgica permiten el suicidio asistido por sufrimiento emocional, que causa angustia continua e insoportable. De los 1.432 casos de eutanasia en Bélgica en 2012, 52 fueron por motivos psicológicos; y en Holanda la cifra fue de 42 de un total de 4.829 casos en 2013.
Estas distintas sensibilidades dividen ahora a los defensores de la eutanasia. La deriva es inquietante: Sascha Callaghan, profesora del Centro de Derecho y Ética Médica de las universidades de Sidney y Nueva Gales del Sur, en Australia, comenta en el último número de The Conversation que «privilegiar descuidadamente el derecho a la autonomía termina por socavar nuestra responsabilidad de proteger a las personas vulnerables». Y alude a la pendiente resbaladiza que se abre cuando se extiende ese «derecho a morir», muy difícil de deslindar del puro suicidio, que se superpone incómodamente con la eutanasia.
Extremistas como Nitschke arguyen que las legislaciones eutanásicas estrictas son discriminatorias por cuanto excluyen a personas con enfermedades mentales del derecho a decidir sobre el final de su vida. Callaghan recuerda un caso de 2012 del Reino Unido en el que un hospital recibió orden judicial de alimentar a una mujer de 32 años con anorexia nerviosa que se negaba a comer y que había entrado en un programa de cuidados terminales con el consentimiento de sus padres. El tribunal dijo que el trastorno alimentario la hacía incompetente para rechazar el tratamiento (Diario Médico, 1/7-XII-2014).
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